viernes, 19 de marzo de 2010

El Secreto de la Luz (parte I)


Desde los albores de la humanidad, el hombre ha admirado las maravillosas propiedades de la luz, y se ha esforzado continuamente por estudiarlas y comprenderlas.
La importancia de la luz en la vida trasciende más allá de lo imaginable por nuestras mentes, y resulta imprescindible para la propia existencia, pues muy difícilmente sería concebible la existencia de “algo” sin una luz que lo ilumine. Como apunta el Génesis, la luz debió de existir ya desde el Principio: “Y Dios Dijo: Sea la Luz…y la Luz fue".
Pero, ¿qué es la luz? ¿Cómo funciona? ¿Cuáles son sus propiedades? ¿Por qué vemos los objetos? ¿Y por qué los vemos de diferentes colores?

Una posible definición de la luz, que estaría en consonancia con nuestras creencias actuales en materia de física, podría ser esta: la luz es un tipo de radiación electromagnética cuya frecuencia y energía se hallan en el rango visible del espectro electromagnético. Pero para entender esta definición hacen falta unas cuantas consideraciones preliminares.
La luz, como radiación electromagnética, consiste en una onda que se propaga indefinidamente, creando en su recorrido un campo eléctrico y un campo magnético perpendiculares entre sí y respecto a la dirección de propagación. Cada onda posee un espectro electromagnético, algo así como su huella dactilar, que nos permite identificar las propiedades de dicha onda, como su frecuencia, su energía…etc. Las ondas (imaginadlas como olas en el mar), tienen una determinada longitud, que es la distancia entre el máximo de una cresta y el siguiente. Pues bien, esta propiedad, conocida como longitud de onda, es la responsable de que veamos los objetos de diferentes colores.
El ojo humano no detecta todas las longitudes de onda; está diseñado para detectar sólo las que corresponden a determinados valores. Aunque puede variar de una persona a otra, los valores medios están en las longitudes de onda que van desde los 380 a los 750 nanómetros (1 nanómetro es una milmillonésima parte de un metro). Esa sería la franja que conocemos como luz visible. La longitud de onda más corta, por debajo de los 380 nm, no la podemos percibir y es la correspondiente por ejemplo a la luz ultravioleta y a los rayos X. Por encima de los 750 nm tampoco la percibimos, y estaríamos hablando de la luz infrarroja, el radar y las ondas de radio.
En la franja de la luz visible, la que va desde los 380 a los 750 nm (no es necesario que recordéis estos valores, basta con recordar que únicamente visualizamos una determinada franja; de hecho yo he tenido que consultarlos antes de escribirlos), cada longitud de onda se corresponde con un color: las longitudes de onda más largas forman el color rojo, y a medida que van decreciendo, pasamos por el naranja, el amarillo, el verde, el azul, el añil (o índigo), hasta las longitudes más cortas del color violeta.
La superposición de todas las longitudes de onda nos da el color blanco.
La luz que nos llega del Sol es luz blanca, pues contiene todas las longitudes de onda. Pero si la luz es blanca, ¿por qué vemos los objetos de diferentes colores?
Para responder esta pregunta primero debemos considerar por qué los vemos. No ya con determinados colores, sino simplemente por qué los vemos.
La luz, como cualquier onda, tiene una propiedad denominada reflexión. Cuando la luz incide sobre un cuerpo u objeto, éste la refleja, o sea, la devuelve al medio en mayor o menor proporción según sus propias características. Es decir, la luz “rebota” en el cuerpo y llega a nuestros ojos, que la detectan, la transforman en impulsos eléctricos que se envían al cerebro, y éste produce las imágenes, creando la sensación de ver.
Cada cuerpo refleja la luz de una forma particular, según su composición y estructura. Y puede ocurrir que toda la luz sea reflejada, o sólo una parte. Los cuerpos, dependiendo de sus características, reflejan mayor o menor parte de la luz y absorben el resto. Algunos reflejan determinadas longitudes de onda (colores), y absorben otras. Así, cuando la luz blanca (recordemos que contiene todas las longitudes de onda o colores), incide sobre un cuerpo, lo veremos del color cuya longitud de onda se refleje. Por ejemplo vemos los objetos de color blanco porque reflejan todas las longitudes de onda. El negro en cambio es la ausencia de luz, pues no refleja ninguna. Esta es la explicación de por qué los objetos negros, por ejemplo cuando vestimos ropa negra, se calientan más que el resto: porque no reflejan la luz, absorben todas las longitudes de onda.

El proceso completo, un poco a lo bruto, podría ser algo así:
Un rayo de luz blanca parte de la superficie del Sol, viaja a través del espacio hacia el planeta Tierra, recorre los cerca de 150 millones de kilómetros en aproximadamente 8 minutos (en el próximo artículo hablaré sobre la velocidad de la luz), atraviesa la atmósfera, llega hasta la superficie terrestre e incide sobre un cuerpo. Éste absorbe toda la energía de la luz, excepto la longitud de onda de unos 700 nm, que corresponde al color rojo. Casualmente, yo me encuentro observando el objeto en cuestión. El cuerpo refleja dicha longitud de onda, “la luz roja”, y la dirige hacia mis ojos. El rayo atraviesa la lente de mis ojos y forma una imagen invertida sobre la retina. En ella, unas células específicas transforman la luz en impulsos eléctricos que se transportan al nervio óptico. Finalmente, desde allí se envían al cerebro, donde, a través de un complejo mecanismo en el que intervienen millones de neuronas, se descifran las señales y: "¡¡Oh!! ¡Qué ven mis ojos!!¡¡Una delicada y preciosa rosa roja!!"

martes, 9 de marzo de 2010

Temporal de nieve en Barcelona


Para bien o para mal, las cosas suelen acabar siendo diferentes a lo que uno esperaba. Y en el caso de las previsiones del tiempo esto se cumple siempre.
La meteorología es la ciencia que estudia, entre otros, los fenómenos ocurridos en la atmósfera y las leyes que los rigen. En teoría, el conocimiento de estas leyes debe servir para hacer previsiones sobre el tiempo, y de hecho la fiabilidad de esta ciencia ha logrado importantes avances en los últimos años, causados por la mejora tecnológica de las herramientas e instrumentos utilizados. Sin embargo, la complejidad de elementos que interactúan en la atmósfera hace que algunos fenómenos sean prácticamente impredecibles. En la evolución de la atmósfera influyen innumerables factores, y el mínimo cambio en uno de ellos puede tirar por tierra las predicciones efectuadas. Los propios meteorólogos afirman que cualquier predicción del tiempo más allá de dos días puede resultar “inexacta”. Lo que no dicen es que incluso a cuatro o cinco horas vista, un factor inesperado puede alterar considerablemente las previsiones. No quiero quitar méritos a esta ciencia, que lo cierto es que goza de un alto porcentaje de acierto, pero aunque ayer se dieron varias alertas por fuertes lluvias y nieve a determinada altitud, el temporal de nieve fue bastante mayor de lo esperado, lo que nos demuestra que queda un largo recorrido hasta conseguir que la meteorología sea una ciencia exacta y cien por cien fiable, si es que es posible que alguna vez lo sea.

El lunes 8 de marzo amaneció muy nublado. Las previsiones hablaban de intensas lluvias en buena parte del litoral catalán. En Cornellà de Llobregat, donde se encuentra el polígono en el que trabajo, la mañana transcurrió con ligeras lluvias, pero constantes.
A mediodía éstas se hicieron algo más fuertes, pero aún poco preocupantes, y yo todavía confiaba en que quizá la tormenta amainaría, e incluso podría volver a casa sin necesidad de utilizar el chubasquero de la moto.
Después de comer la situación empeoró ligeramente y aparecieron los primeros copos de nieve, aunque sin llegar a cuajar. Afortunados los que plegaban a las tres, que pudieron volver sin problema alguno, y observaron el temporal desde el sofá de sus hogares.
A las cuatro de la tarde la nieve empezó a cuajar, y en pocos minutos el paisaje que divisábamos a través de las ventanas de la oficina se volvió completamente blanco. Entonces comprendí que no podía volver a casa en moto, y el transporte público se convirtió en la única alternativa posible.
Cerca de las cinco, cuando la nevada se hizo intensa de verdad, como hacía muchos años que no se veía en Barcelona, decidimos no esperar a las seis y marcharnos enseguida a casa, pues el riesgo de quedarnos atrapados en el polígono empezaba a ser una realidad. El resto de naves del polígono también estaban siendo desalojadas, y en el ambiente se respiraba cierto nerviosismo. La carretera empezaba a estar impracticable, las ruedas de los coches patinaban y no se distinguían los carriles.
Cada uno de nosotros pasó su odisea particular en el camino de regreso a casa: algunos tuvieron que dejar el coche a medio trayecto y volver caminando, algunos pasaron horas en el coche por las retenciones en el tráfico, y otros sufrimos las consecuencias de la masificación en el transporte público. En mi caso fue el ferrocarril y el metro. En ambos se generó un pequeño caos, una gran acumulación de gente, todos corriendo y con síntomas de desesperación. En Plaza España, el transbordo al metro fue un suplicio: colas, empujones y quejas. El viaje se me hizo eterno, el vagón parecía a punto de estallar, unos apretados contra otros, y sin apenas poder movernos.
Ya en casa, viendo las noticias, me di cuenta que nuestra experiencia, comparada con lo que estaban pasando otras personas, no pasaba de una simple anécdota, y ciertamente podría haber sido peor. Pero en todo caso quedó demostrado que no estamos preparados para una cosa así.

La nevada de ayer, que tampoco es que fuera una exageración, ni en volumen ni en duración, provocó un caos en la ciudad de Barcelona y alrededores: cortes en las líneas eléctricas, carreteras cerradas, accidentes de tráfico, gente atrapada en sus coches durante horas, averías en algunos transportes públicos y colapso en otros…
Cosas como esta no hacen sino recordarnos lo vulnerables que somos a las inclemencias climáticas de nuestro planeta. La Naturaleza es caprichosa, y de vez en cuando nos ofrece muestras de su poder. Un poder sobrecogedor, que nos empequeñece y nos hace ver la cruda realidad: que no somos más que una minúscula e insignificante gota de agua en el vasto océano del Universo.


"Fotos cedidas por Cristina López, Jaime Lafuente y Rosa Jurado."