
El problema fundamental de la luz es conocer su naturaleza. ¿Es un fenómeno ondulatorio o corpuscular? Es decir, ¿está compuesta por ondas o por partículas?
Durante los últimos cuatrocientos años se ha debatido dicha cuestión, con argumentos, teorías y experimentos a favor y en contra de ambas posturas. Hubo épocas en las que predominaba la teoría ondulatoria y épocas en que lo hacía la teoría corpuscular.
Hoy en día, en nuestra visión moderna de la física y de la ciencia, es aceptado comúnmente que ambas teorías son correctas. Se ha asentado en la comunidad científica la idea de la doble naturaleza de la luz. Y es una idea muy arraigada, por extraña que sea. Nuestro sentido común nos dice que una cosa no puede ser dos cosas, o es una, o es otra, pero no las dos a la vez. Sin embargo, todos los experimentos realizados ratifican que la luz se comporta a veces como una onda, y a veces como una partícula.
A esta propiedad, cuyo origen se encuentra en la física cuántica, se le conoce con el nombre de dualidad onda-partícula, y es debida a que determinados fenómenos son explicables sólo si la luz se comporta como una onda, y otros sólo si está formada por partículas. Así, dependiendo de qué tipo de fenómeno estemos intentando explicar, nos interesará considerar a la luz como una onda o como una partícula.
La luz, considerada como una onda, viaja a diferentes velocidades dependiendo del medio por el que se propague (aire, agua, etc…). Esto da lugar a una curiosa propiedad de la luz denominada refracción. La refracción no es más que un cambio en la dirección de la luz cuando pasa de un medio a otro, provocado por el cambio en la velocidad. ¿Y por qué cambia de dirección al cambiar de velocidad? Pues porque existe una ley que le obliga a comportarse así, y es la que dice que la luz, para llegar de un punto a otro, siempre elige el camino cuyo recorrido le ocupe el menor tiempo posible. Veamos un ejemplo para entenderlo mejor: imaginad que sois un socorrista en la playa de Santa Mónica, en Los Ángeles. Sí, la de la serie Los vigilantes de la playa. Así el ejemplo será más ameno. Os encontráis en vuestra torreta de control (punto A), exhibiendo vuestro escultural cuerpo y vuestra piel bronceada. De repente se oyen unos gritos. Un despistado bañista (punto B) se encuentra en apuros en el agua, digamos a unos 300 metros de distancia y a unos 45º desde vuestra posición.


Hemos visto que las ondas (recordemos que la luz se puede considerar como una onda), al cambiar de medio, por ejemplo del aire al agua, o al atravesar un material, desvían su dirección por refracción, pero dependiendo de su longitud de onda se desviarán más o menos: a menor longitud de onda mayor desviación.

La refracción y la dispersión también son las responsables de que veamos el cielo azul. Los rayos solares, en su recorrido hasta nosotros, chocan con partículas de aire que también actúan como prismas, dispersando la luz blanca en todos los colores.

Los rayos de longitudes de onda larga (rojos y amarillos) casi no se desvían, mientras que los rayos violetas y azules son los más desviados. Éstos varían su trayectoria, y vuelven a chocar con otras partículas, y así sucesivamente, rebotando una y otra vez hasta que alcanzan el suelo terrestre. Así, cuando finalmente llegan a nuestros ojos, no parece que vengan directamente del Sol, sino de todas las regiones del cielo, provocando que lo veamos azulado (no lo vemos violeta porque la luz del Sol contiene más azul que violeta y porque el ojo humano es más sensible a la captación de luz azul).
Otra de las propiedades más interesantes de la luz es su velocidad. Hoy sabemos que es finita, y conocemos exactamente su valor, pero no siempre fue así. Ya en el siglo I d.C. se plantearon si la luz tenía una velocidad determinada. Una de las creencias más antiguas al respecto era que la luz era emitida por el ojo. Siendo así, y puesto que los objetos, incluso los muy lejanos como planetas y estrellas, aparecían instantáneamente nada más abrir los ojos, se llegó a postular que la velocidad de la luz debía ser infinita. Hoy sabemos que no es así.
El ojo no emite luz, sólo la capta; y ni mucho menos ésta tiene una velocidad infinita. Aunque es rápida, muy rápida. De hecho, no existe nada que viaje más rápido que la luz. Su velocidad es la máxima que permite la Naturaleza.
La velocidad de la luz es de unos 300.000 kilómetros por segundo. El valor exacto aceptado en la actualidad, obviando algunos decimales, es de 299.792,458 km/s. Esta es la velocidad en el vacío, y se representa con la letra c, pero cuando viaja por otros medios es algo inferior, dependiendo de las propiedades de dichos medios. Así, al propagarse por el aire la velocidad disminuye un 3%, y por el agua casi un 25%.


Sin embargo existe una posibilidad de atravesar dichas distancias en mucho menos tiempo, y aunque suene a ciencia-ficción no lo es. Para ello nuestra civilización debe conseguir el dominio del Hiperespacio: alcanzar energías que le permitan doblegar, arrugar el tejido del espacio-tiempo, y desplazarse hacia lejanas galaxias a través de otras dimensiones. Pero ése es otro tema…